Bricolage
Serán la hijauniqués, los
padres divorciados, el fanatismo por los gatos, pero mi manía principal no es
de esas que todo el mundo tiene, como ordenar mucho o acomodar los cubiertos en
la mesa en perfecta armonía con el feng-shui. Yo adoro comprar pelotudeces;
digamos, somos muchos los chatarreros, pero lo mío viene onda bricolaje:
continuamente compro lentejuelas, mostacillas, canutillos, telas, papel
barrilete, cola, pinceles, pinturas para tela, lanas, agujas de tejer para
hacer eso que vi en utilísima que estaba “rebueno” y que “me va a salir más
barato y más lindo hacerlo que comprarlo”. Já. De esta forma, mi casa es una
especie de mercería/bazar llena de proyectos ni siquiera empezados por falta de
tiempo o inspiración. Cada tanto, siento como me posee el espíritu de una
profesora de actividades prácticas de primaria y corro a la
librería/ferretería/mercería más cercana para hacerme de todos los enseres que
necesito para realizar, por ejemplo, ese lindo biombo con cuentas que vi una tarde
de domingo alpedista en algún zapping peregrino en cable. Todos los veranos
juro terminar el decoupage de la puerta, barnizar el placard, retapizar el
sillón y hasta hacer el murito en el lavadero, pero es al pedo. Siempre hay una
monografía final por escribir, uñas por pintar, cajones que ordenar, libros a
leer por decimoséptima vez o una siesta por dormir. Y ahí están, apiladas y
empolvadas todas las lentejuelas y clavitos, el papel crepé con la cola
vinílica, las plumas con el alambre sanmartín, esperando, añejos y opacos,
convertirse en algo lindo o al menos regalable.
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