Los supervisores

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Bricolage


Serán la hijauniqués, los padres divorciados, el fanatismo por los gatos, pero mi manía principal no es de esas que todo el mundo tiene, como ordenar mucho o acomodar los cubiertos en la mesa en perfecta armonía con el feng-shui. Yo adoro comprar pelotudeces; digamos, somos muchos los chatarreros, pero lo mío viene onda bricolaje: continuamente compro lentejuelas, mostacillas, canutillos, telas, papel barrilete, cola, pinceles, pinturas para tela, lanas, agujas de tejer para hacer eso que vi en utilísima que estaba “rebueno” y que “me va a salir más barato y más lindo hacerlo que comprarlo”. Já. De esta forma, mi casa es una especie de mercería/bazar llena de proyectos ni siquiera empezados por falta de tiempo o inspiración. Cada tanto, siento como me posee el espíritu de una profesora de actividades prácticas de primaria y corro a la librería/ferretería/mercería más cercana para hacerme de todos los enseres que necesito para realizar, por ejemplo, ese lindo biombo con cuentas que vi una tarde de domingo alpedista en algún zapping peregrino en cable. Todos los veranos juro terminar el decoupage de la puerta, barnizar el placard, retapizar el sillón y hasta hacer el murito en el lavadero, pero es al pedo. Siempre hay una monografía final por escribir, uñas por pintar, cajones que ordenar, libros a leer por decimoséptima vez o una siesta por dormir. Y ahí están, apiladas y empolvadas todas las lentejuelas y clavitos, el papel crepé con la cola vinílica, las plumas con el alambre sanmartín, esperando, añejos y opacos, convertirse en algo lindo o al menos regalable.

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