Los supervisores

viernes, 8 de mayo de 2015

El oboe de mi

Ayer tenía pensado contar cómo aprendí a bailar el vals en brazos de mi abuelo Goro durante su fiesta de 50 años de casado, pero el sueño me ganó y Roberto decidió terminar el texto por sí mismo... Si bien es cierto que ese es uno de los recuerdos de infancia más lindos que tengo (y uno que reproduzco cual film en mi memoria cada tanto) y que se transmuta en que, cada vez que haya ocasión de hacerlo, baile el vals con maestría (a diferencia de mucha gente que conozco, que más pareciera bailar un chamamé chic), existen muchas otras cosas que le debo, como una suerte de herencia intangible, a mi querido Goro. Y una de ellas es el gusto por la música clásica y sinfónica. Recuerdo despertares en casa de los abuelos durante vacaciones de invierno, el despegar los ojos con mucha parsimonia mientras mis narinas tomaban conciencia del aire frío y metálico que aspiraban como recambio del tibio y perfumado con suavizante para la ropa tras haber pasado una noche con la cabeza tapada con los acolchados. Despertarme en Forest (tal era el apodo del depto) significaba envolverme en una colcha, ponerme los patines para el piso encerado de la Lila y deslizarme con mucha fiaca hasta la cocina donde los tres, mamá, el abuelo y la abuela, estaban encerrados charlando, leyendo el diario y escuchando Radio Mitre. Y ver sus cabezas girar y recibirme con una sonrisa, la cual vislumbraba a medias con ojos de niña entredormida.
Entre las tantas miles de cosas que disfrutaba hacer con el Goro, una era escuchar música... amaba sus discos, los cuidaba con el mismo amor que a sus nietos. Siendo de un origen tan humilde (el cual ya he mencionado en otro post), sus tesoros mayores eran aquellos de los cuales se había apropiado para volverse el hombre que había deseado y conseguido ser, por tanto, sus discos y sus libros eran tan fundamentales para su identidad como su nombre y apellido. Junto a él, aprendí a disfrutar de Mozart, Debussy, Chopin, Wagner, y tantos otros virtuosos. Oía la música con ojos cerrados y una sonrisa, sentado en un cómodo sillón con la cabeza echada hacia atrás y los brazos en jarra como quien, inconscientemente, advierte que el gozo que está surcando es tan pleno que no deberá ser molestado ni interrumpido fuera de él. Mientras esto ocurría, yo, sentada en el piso calentito por la calefacción central, miraba con intriga y curiosidad anhelante a mi abuelo mientras hacía danzar a mis muñecas al son de la música. El abuelo entonces, sin dejar su postura defensivamente relajada, hablaba y decía: «Prestá atención al piano en esta parte», y yo cerraba los ojos, me acostaba en el piso y forzaba los oídos para identificar el sonido indicado entre tantos. «¡Ahí! ¿Oíste?», decía él, y yo le respondía que sí, que había logrado aislar del resto la melodía precisa (y preciosa) que tanto quería que oyese. Así hacía con todos los instrumentos, tanto que me acostumbré a ejercitarlo a solas, sin él para que me diera instrucciones. Y de todos los sonidos, de todas las melodías, de todos los instrumentos, el que siempre lograba ganarse mi atención sin hacer esfuerzo alguno era (y lo sigue siendo) el oboe. Su dulce nasalidad metálica me tocaba el corazón, como si las fibras del mismo fueran parte de sus zapatillas y su pulso, el ritmo a seguir.
Con el correr de los años, mamá decidió que era hora de mandarme a estudiar música y, tras cuatro frustrantes años de solfeo y teoría y piano y digitaciones, sólo me quedé con el canto y algunos conocimientos básicos de lectura musical.
Hace cinco años, cuando me mudé a Capital, después de muchos ires y venires, conocí a una mujer maravillosa y eléctrica de pelo anaranjado que sería mi profesora de oboe. Comprar uno requirió la traducción completa de un libro y un peregrinaje bastante complejo, dado que no son instrumentos ni muy comunes ni muy baratos. Y si bien hice lo posible por ser una alumna dedicada, mi compleja agenda laboral no abonó a la causa. Al volver a Misiones, el oboe se mudó a un cajón, junto con el atril, las partituras y las cañas. Hasta hoy. Así como me he puesto en firme con recuperar mi cuerpo andando en bicicleta, mi motricidad fina volviendo a dibujar, mi capacidad discursiva volviendo a escribir acá y mi acervo intelectual volviendo a leer cuanto libro caiga en mis manos (a la vez, porque de leer de a uno no me sale), hoy me decidí a recuperar mi música y a mi oboe.
Hoy lo saqué de la caja, y ya el sólo ensamblarlo, poner las cañas en agua y soplar me llenaron de electricidad placentera las venas. Al cabo de una hora, luego de hacer un esfuerzo bastante grande por recordar cómo se forman las notas ya pude sonar escalas bastante potables. Y encaramada en la autosatisfacción de romper con mi rutina de repeticiones, le mandé un correo electrónico a Nené (tal es el nombre de mi profesora), preguntándole si podría verla la semana entrante para un abrazo, un café y una clase, dado que estaré en Buenos Aires por motivos de trabajo. Cuánta fue mi alegría al recibir su mediata respuesta afirmativa que estará esperándome, a mi y al bebé (como ella le llama). Y así, de a poco, podré volver a hacer cosas que amo que sólo yo me he quitado. Y quién sabe, tal vez un día, pueda producir una melodía digna de que el Goro se sentara en un sillón, con ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y los brazos en jarra y siempre, siempre, siempre, con una sonrisa de placer en el rostro.

     Este es mi concierto favorito. Sírvanse disfrutarlo como lo haría el Goro. Me lo van a agradecer.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cómo me gustó este posteo Mariana. Gracias. Yo aprendí guitarra, pero mi instrumento clásico preferido (para escuchar) era el clarinete, quizás porque seguía la melodía y me sonaba triste y romántico. Odiaba el solfeo con pasión, será porque un año tuve que pasar mis vacaciones de verano solfeando para pasar un examen en marzo. Aj.
Mi blog sigue 'activo', aunque hace mucho que no escribo por haber estado de luto primero, y enferma después. Trato de recuperar las fuerzas y las ganas de seguir, porque me quedan muchos relatos por contar. Abrazo,
Caroline (lonicera53.blogspot.com)

Mariana dijo...

Gracias por pasarte, Caroline! Es bueno saber que todavía hay vecinos conocidos en el viejo barrio!
Realmente creo que las profesoras de solfeo han sido creadas por el enemigo para lograr destruir el entusiasmo por la música en los niños...
Ya te devuelvo la visita. Besotes!