Los supervisores

viernes, 1 de mayo de 2015

Mi caramelo

Muchas veces, las emociones se encadenan y resultan en recuerdos, en un reciclaje de sensaciones de momentos olvidados, cosas vividas que, como una suerte de catarata en forma de espiral, nos llevan a un punto en el tiempo que nos hace doler... Otras, un hecho aislado, el cual no es racionalizado en su momento, se escapa del encajonamiento y sale a la luz en forma de otra cosa, con otra máscara...
Mi primer amor se llama Francisco. Era medio rolinga, tenía unos rulos hermosos y siempre olía a shampoo. Y tenía un lunar que parecía un arito en el lóbulo derecho. Yo tenía 15 años y era flor de pelotuda. No tenía idea de lo que era que alguien guste de vos y me enamoraba en un tris (no es que haya cambiado mucho 15 años después, a decir verdad). Fue mi primera relación a distancia, la cual sería tan solo el principio de una seguidilla que se viene prolongando in eternum. Nos conocimos en ensayo del grupo de teatro en el que participábamos, entre otros, su papá y yo. Esa noche hubo una fiesta y, para mi incredulidad, terminamos chapando en el baño de la casa de su papá. Nunca me pude olvidar. Yo no lo podía creer: que ese chico TAN lindo me diera bola a MÍ que era una gorda borde en proceso de adelgazamiento y que no tenía ni el principio de eso que se llama autoestima. Al día siguiente, nos encontramos en la casa de un amigo suyo, volvimos a chapar y al final lo terminé acompañando al aeropuerto para despedirme y regalarle una pulserita con su nombre... yo me quedé con una con el mío, como bien establecía el uso de la época. En eras del ICQ y el teléfono fijo, la cuenta de mi casa se fue a las nubes y mi vieja me vivía bajando el disyuntor de la compu para obligarme a parar de hablar... A mi no me importaba nada, yo sólo quería hablar con Francisco y que me hablara de porqué le gustaba tanto 2 minutos, de lo mucho que extrañaba a su hermanita y de lo que hacía en La Plata. En una de esas charlas, en las cuales estaba claro que lo nuestro no andaba ni en pedo, me dijo algo que jamás me olvidé (y que cada vez que lo recuerdo el corazón se me hace un nudo de angustia): «¿Qué sabés? Capaz que de acá a 10 años estamos casados y nos cagamos de risa de todo esto».
Claro está que no sucedió. Nos peleamos a muerte (hackeada de ICQ de mi parte mediante) y cuando finalmente se mudó acá, no nos dirigíamos la palabra. Yo lo odiaba. No lo podía ver. Pensaba que era un idiota egoísta y él pensaba que yo era una pelotuda inmadura.
Así pasaron los meses y, un bello día, lo vi pasar de casualidad por la plazoleta que quedaba frente a mi escuela. Lo saludé (cosa q no había hecho hacía mucho tiempo) y él me devolvió el saludo con una sonrisa. Esa noche me conecté a ICQ y le hablé. Hicimos las pases y quedamos en un todo bien, en paz... Me lo volví a cruzar en un recital de Bersuit, y cuando empezó a sonar el tema que da nombre a este escrito, me miró y me hizo señas de que era para mí. Sonreí y seguí cantando con mis amigas, reconfortada.
Pasó el tiempo, poco esta vez...
Como de costumbre, una en la secundaria tiene gimnasia a contraturno y yo, como de costumbre, llegué muy dormida ese lunes al colegio. Cuando llegué, me contaron que había muerto un chico del Nacional en una pelea, que se habían agarrado a las piñas con pibes de otro colegio y demás. Yo lancé un speech de lo estúpidos que me parecían los vagos por agarrarse a trompadas sin medir consecuencias. Pregunté quién sería, pero nadie sabía nada más que que un pibe de nuestra edad había muerto a manos de otros de la misma edad. De más está decir que me olvidé del tema hasta que subí al colectivo y en la radio no se hablaba de otra cosa. De inmediato, tal vez por mi naturaleza trágica, empecé a pensar: «Que no sea Francisco, que no sea Francisco, que no sea Francisco». Así en un interminable loop que duró los 15 minutos que duraba el viaje. Cuando llegué a casa, la empleada de mamá me abrió el portón y me contó la misma historia, del chico muerto en la pelea... Automáticamente, le pregunté si habían dicho el nombre y me dijo que no. Que sólo decían que era el hijo de un tal doctor Centeno... y el mundo se paró, clavó los frenos y yo me tuve que sujetar del muro del balcón para no caerme al piso... gateando, entré a casa y la voz del locutor rezaba: «Francisco Javier Centeno fue muerto...» Y yo dejé de oír, dejé de pensar, de respirar y de caminar, y entre intentos de respiración, arrastrándome como un herido de guerra, llegué a mi cama y me trepé como un náufrago que se trepa a un vestigio de leño flotando en el mar y lloré, lloré y me desarme en un llanto desgarrador. El teléfono empezó a sonar, una amiga me llamaba para ver cómo estaba y si ya sabía... No sé cómo hice, pero a colegio fui igual y el ambiente era desolador... todo el mundo lo conocía, de otro tiempo claro, y todos estaban mal. Yo lloraba y nadie entendía por qué yo, la loser, nerd, otropalo, lloraba a un muerto que me era ajeno... pero era más mío que de ellos. A la tarde fui a inglés, todavía con la cara hinchada y me preguntaron qué me pasaba. A regañadientes dije que conocía al chico fallecido... Y entonces, una compañera con la que casi no hablaba dijo que ella sabía... Le pregunté con cara de sorpresa por qué. Y contó que su dentista era amiga del papá de Fran, que había estado en el velorio y que entre las tantas cosas que hablaron le dijo que le sorprendía que yo no hubiese estado ahí porque él me quería mucho. Y el mundo se me vino encima otra vez...
Pasó el tiempo otra vez... sin embargo, siempre que escucho ese tema, el llanto sale solo.
Al comienzo no podía ver a su papá (ni él a mí) sin lagrimear. Hasta el día de hoy, sé que se interesa por mi vida y por saber en qué ando. Como una parte de la historia de su hijo que sigue acá y hace cosas, crece, evoluciona y anda...
Hace un tiempito en mi trabajo me tocó atender a una chica con un bebé. Cuando tomé su DNI, leí el nombre y descubrí que era su hermana. Me temblaban las manos. Le hice las preguntas del speech de rigor y después, con voz endeble, le pregunté si era la hija del doctor. Me dijo que sí y yo, tartamudeando le dije hija de quién era... «¡Ah! ¡Vos sos Mariana!». Y a mi me volvió el nudo a la garganta que hacía bastante había dejado de sentir. Solo la miraba y miraba al bebé que, de hecho, es muy parecido a su tío. Cuando se fueron, tenía los ojos brillantes, pero logré controlarme. A la semana, me crucé con su papá que me dijo que ella le contó que nos habíamos encontrado... le sonreí y le dije que sí, que me sorprendió que me reconociera. Él me devolvió una sonrisa con ojos tristes y me cambió de tema.
Hoy ella me agregó a Facebook... la acepté, pero todavía no me animé a hablarle. Me pasé el día muy melancólica y hasta lloré por motivos completamente ajenos e inconexos a la cuestión... No fue solo hasta que llegué a casa y me puse a escuchar música en Youtube quien, de golpe, decidió que el mejor siguiente tema para sonar sería ese que comprendí qué fue lo que me dejó así... No fueron las circunstancias presentes, sino las pasadas, las que me trajeron acá... El seguirte extrañando 13 años después, muchos más de esos 10 que una vez mencionaste.


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